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Alemania inmigración

Expulsado de Alemania y herido en Kabul en un atentado

 A Atiqulá Akbahri lo expulsaron de Alemania pero tenía tantas ganas de volver que esperaba su pasaporte en la taquilla cuando un suicida se hizo estallar en el aparcamiento del Tribunal Supremo de Kabul. Balance: 20 muertos y 41 heridos, entre ellos él.

Un enfermero transporta una víctima al hospital despues de la explosión de una bomba en Kabul.
Un enfermero transporta una víctima al hospital despues de la explosión de una bomba en Kabul. REUTERS
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 El martes pasado, dos semanas después de verse obligado a regresar a su país, el joven de 23 años recibió metralla en la cara. Fue testigo del horror: cuerpos proyectados y calcinados, charcos de sangre y gritos. Desde ese día sufre dolores de cabeza muy fuertes.

Llegó al país el 24 de enero. La policía lo fue a buscar la víspera al centro de acogida de Baviera donde residía.

Al igual que él, unos sesenta afganos a los que les denegaron el derecho de asilo fueron enviados a Afganistán en virtud de un acuerdo firmado en octubre entre Kabul y la Unión Europea.

En 2015, Atiqula huyó de su ciudad, Herat, en el oeste, tras haber recibido amenazas de muerte cuando trabajaba para la oenegé afgana Peace Training and Research Organization. "Te vamos a matar. Tu familia primero, luego te tocará a ti", le decían.
Llegó a Alemania en octubre de 2015, primero a Múnich y luego a Bamberg, en Baviera.

Allí conoció a Uschi Josat, una comerciante alemana de la aldea vecina de Strullendorf. Uschi asegura que "Atiqula está completamente integrado (en Alemania), habla y escribe muy bien el alemán, aquí es donde tiene que estar", recalca. "Era el mejor en su clase de integración".

Expulsión 'injusta'

La mañana de la detención, Atiqula la llamó: llegó justo a tiempo para despedirse. Se llaman todos los días.

El martes le contó el atentado. "Le ha afectado mucho psicológicamente", dice ella.
"Es injusto que lo hayan expulsado, no ha hecho nada malo. Si hubieran verificado habrían visto que era un estudiante asiduo, hizo una pasantía, en un centro de acogida ayudaba a los demás, todo el mundo estaba contento con él", afirma indignada. "Tiene que volver, aquí podría hacer un curso de aprendizaje de auxiliar de enfermería". "No me han dado una oportunidad", protesta él.

En Kabul la vida es difícil. Normalmente el gobierno afgano debe proporcionarles 14 días de alojamiento y 2.500 afganis (37 dólares). Pero el dinero, que aporta el país de expulsión, no ha llegado, afirma el Ministerio de Refugiados. Por eso el joven y los demás están autorizados a quedarse diez días más en el centro. No saben qué será de ellos después.

El año pasado, 11.500 civiles murieron o resultaron heridos en el país, según la ONU.
La inseguridad, la pobreza y el desempleo corroen Afganistán, un país desbordado por el flujo de refugiados (más de 700.000 en 2016) repatriados desde Pakistán, Irán y Europa, y por los cientos de miles de desplazados que huyen de los combates.
El FMI duda de que el país esté en condiciones de absorber a estas poblaciones y la ONU ha reclamado 550 millones de dólares para atender los casos más urgentes de un tercio de la población afgana (10 millones).

En Alemania, la resistencia se organiza para protestar contra las expulsiones a Afganistán, un país que la canciller Angela Merkel considera "relativamente seguro". "No, Afganistán no es un país seguro", le responden miles de manifestantes. Cinco de los 16 estados federados, entre ellos Berlín, las han suspendido.

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